La pertenencia es una fuerza silenciosa que sostiene nuestra existencia. Nos vincula a nuestra familia, a nuestros equipos de trabajo, a las organizaciones que formamos y a las comunidades que habitamos.
Este lazo, aunque a menudo dado por sentado, no solo define cómo nos relacionamos con los demás, sino también cómo nos entendemos a nosotros mismos. Cuando se rompe o se niega, el sistema entero siente sus efectos.
Desde una perspectiva sistémica, la pertenencia no es solo un derecho; es una necesidad. Cada persona, cada historia, cada verdad tiene un lugar en el sistema. Si algo o alguien es excluido, las consecuencias no tardan en manifestarse: conflictos, desconexión, incluso patrones repetitivos que parecen escapar a la lógica.
¿Por qué ocurre esto? Porque, aunque no lo veamos, lo que no se reconoce sigue vivo en el sistema, buscando su lugar.
Nuestra necesidad de pertenecer está profundamente arraigada en nuestra biología. Desde el momento en que nacemos, dependemos de otros para sobrevivir. Un recién nacido no puede alimentarse, protegerse ni regular sus emociones sin el cuidado y la atención de un adulto.
Este vínculo inicial no solo asegura nuestra continuidad física y emocional, sino que establece en nosotros la necesidad de pertenecer a un sistema que nos acoja y nos sostenga.
Esta relación entre pertenencia y supervivencia explica por qué el miedo a la exclusión es tan profundo. Desde nuestros primeros días de vida, hemos aprendido que no pertenecer puede significar no sobrevivir. Este temor ancestral sigue vivo en nosotros, influyendo en cómo nos relacionamos con los sistemas que habitamos y en las dinámicas que perpetuamos.
Aquí es donde surge una verdad sistémica fundamental: la exclusión y la pertenencia son dos caras de la misma moneda. Lo que es excluido, paradójicamente, nunca está realmente fuera del sistema. De hecho, aquello que se deja fuera suele adquirir una fuerza mucho mayor que la de lo reconocido.
Pensemos en un grupo donde hay un miembro excluido: aunque aparentemente esté fuera, este miembro es una constante en las conversaciones, en los conflictos y en la dinámica general. Se convierte, sin quererlo, en el eje alrededor del cual gira el grupo. Es decir, la exclusión es también una forma de pertenencia, aunque se manifiesta de una manera dolorosa y disfuncional.