Hace poco observé a uno de mis hijos enfrentarse a una de esas decisiones importantes de la vida, de esas que sientes que te definen. Me sorprendió ver cómo, en lugar de preguntarse qué quería él realmente, su mente estaba llena de lo que nosotros, sus padres, podríamos esperar de él.
Fue un momento revelador, porque me vi reflejada en su dilema. ¿Cuántas veces en mi vida había tomado decisiones pensando en mis padres antes que en mí misma? ¿Cuántas veces había sentido que tenía que devolverles de alguna manera todo lo que me habían dado?
Y ahí entendí algo importante: el peso invisible que cargamos cuando creemos que debemos devolverles a nuestros padres todo lo que han hecho por nosotros.
Lo que nos dan nuestros padres es inmenso. Nos dan la vida, sí, pero también nos dan su tiempo, su energía, su amor, sus miedos y, muchas veces, sus expectativas. Y ahí es donde empieza el problema.
Porque crecer con la sensación de que tenemos que devolver todo eso, de que estamos en deuda, es una carga enorme. He visto a amigos renunciar a sus propios sueños por seguir el camino que sus padres imaginaron para ellos.
He sentido en mi propia piel la presión de querer hacer felices a mis padres, como si su felicidad dependiera de mí. Y he observado a mis hijos, poco a poco ir cogiendo esa carga, sin entender muy bien por qué ni cómo transmitirles que no es necesario.
La forma en la que entendemos nuestra relación con nuestros padres también está influenciada por la cultura en la que crecimos.
En algunas culturas, cuidar de los padres cuando envejecen se ve como un deber ineludible, algo que se espera de los hijos como muestra de respeto y gratitud. Crecer en un entorno así puede generar una sensación de presión, una creencia de que si no estamos ahí para ellos en todo momento, les estamos fallando.
Por otro lado, hay lugares donde se fomenta más la independencia y se considera que cada generación debe ocuparse de sí misma, sin esperar que los hijos asuman el papel de cuidadores.
En medio de estas visiones tan distintas, nos encontramos muchas veces debatiéndonos entre lo que aprendimos de nuestra familia y lo que realmente sentimos, intentando encontrar una manera de estar presentes para nuestros padres sin renunciar a nuestra propia vida.
Y entonces surge la gran pregunta: ¿Qué pasa cuando nuestros padres nos necesitan? ¿No se trata de devolver lo que hicieron por nosotros?
La respuesta es no. Cuidar de nuestros padres cuando envejecen no es un acto de devolución, es un acto de amor, de respeto, de gratitud. No estamos equilibrando la balanza, porque el amor filial no se mide en términos de justicia.
Cuando cuidamos de ellos, lo hacemos desde otro lugar, no para compensar, sino para acompañar. Es una manera de honrar lo recibido, no de devolverlo.
Pero si no podemos devolver, ¿qué hacemos con todo lo que hemos recibido? Lo único que podemos hacer es aceptarlo con gratitud y llevarlo hacia adelante.
Devolver hacia adelante significa tomar todo lo que nos fue dado -el amor, los cuidados, las enseñanzas, las oportunidades- y transformarlo en algo que pueda nutrir a otros.
No se trata de repetir exactamente lo que recibimos, sino de encontrar nuevas formas de contribuir, de hacer algo significativo con lo que llevamos dentro. A nuestros propios hijos, si los tenemos, transmitiéndoles valores que les ayuden a crecer con confianza y sentido de propósito.
A nuestra comunidad, ofreciendo nuestra experiencia, nuestra compasión y nuestra presencia. A nuestras relaciones, cultivando vínculos saludables y generosos, con la conciencia de que cada acto de amor y entrega es una forma de honrar lo que una vez recibimos.
Esa es la única forma en que el equilibrio se mantiene, porque la vida se mueve en una sola dirección: hacia adelante. Y cuando lo entendemos, dejamos de mirar hacia atrás buscando saldar cuentas imposibles de pagar y nos concentramos en construir algo nuevo, en dar sin la presión de la deuda, en vivir con la gratitud de haber recibido y la libertad de seguir adelante.
Cuando este orden se rompe, lo he visto muchas veces, las consecuencias no tardan en aparecer. Hijos que se convierten en cuidadores de sus padres antes de tiempo, que renuncian a su propio bienestar, que sienten culpa por querer vivir su vida.
Otros que se quedan atrapados en una sensación de insuficiencia, de que nunca hacen lo suficiente. Y en medio de todo esto, padres que, sin quererlo, terminan sosteniendo una relación basada en la dependencia y no en el amor libre de condiciones.
Aceptar que no tenemos que devolver nada a nuestros padres, que lo único que se espera de nosotros es encontrar nuestro propio camino y vivir de acuerdo a nuestras posibilidades y deseos, no es fácil.
Pero cuando finalmente lo hacemos, nos liberamos de una carga invisible y podemos empezar a construir desde un lugar más auténtico. Vivir la vida con plenitud, encontrar nuestro propio camino y, en el proceso, honrar de la mejor manera posible todo lo que nos ha sido dado.
Al final del día, se trata de agradecer y de seguir adelante, confiando en que, al hacerlo, estamos respetando el orden de la vida tal como es.
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SILVIA LÓPEZ-JORRÍN
Responsable del área académica del CEC.
Licenciada en Empresariales Internacionales por ICADE.
Ha realizado estudios de Coaching, Coaching Sistémico, Coaching Corporal y Eneagrama. Certificada por la ICF. Especializada en autoestima y confianza corporal.
Certificada en Alimentación Intuitiva, ayuda a las personas en hacer las paces con sus cuerpos y con la comida y a abandonar la cultura de dietas.
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