Vivimos en una cultura de resultados. Hablamos constantemente de cómo poner el foco en los resultados. Se ha convertido, de hecho, en una de las competencias más valoradas para la mayoría de las organizaciones.
Sin embargo, una reflexión más profunda nos ayuda a darnos cuenta de que el resultado, en realidad, es una consecuencia que se produce cuando hacemos bien las cosas. Si definimos un buen proceso y nos enfocamos en llevarlo a cabo, los resultados van a venir como consecuencia, de manera natural.
Poner foco en el proceso implica poner atención a cómo queremos organizarnos, cómo queremos hacer las cosas, qué valores necesitamos para conseguir el objetivo, qué clima emocional va a necesitar el equipo. Si mantenemos el foco en el proceso, los resultados llegarán por sí mismos.
De manera que podemos definir un objetivo e identificar el lugar al que deseamos llegar, EL RESULTADO. Después conviene que nos detengamos a pensar un poco en el proceso, ¿cómo vamos a hacer para llegar a ese resultado?, ¿qué fases vamos a seguir para alcanzarlo?, ¿Cuál es el mejor camino para nosotros? ¿qué principios rectores queremos mantener y conservar?, ¿qué valores?, ¿qué prioridades?
Cuando esto está bien definido, acordado y consensuado con el equipo, ya no queda más que ponernos a ello, enfocándonos en lo planificado, cada uno en el rol que le corresponde, poniendo la atención en el aquí y ahora, disfrutando del camino, aprendiendo a cada paso.
Y cuando las circunstancias se complican y el entorno se vuelve más difícil, es precisamente cuando se vuelve imprescindible mantenernos en la confianza de que los resultados llegarán. Es la única vía para evitar perder los nervios y tomar decisiones precipitadas.