Por Luis Llorente

Antonio es un antiguo cliente. Es más joven que yo y sus proyectos y predicciones y el ímpetu por llevarlos a cabo le han convertido en un buen líder al que yo respeto.

Hemos hecho algunos procesos y es un enamorado del coaching, utilizando muchas herramientas que practicamos. Por eso me extrañó un poco su llamada, indagando sobre mi disponibilidad para un tema personal.

Cuando hablamos, la propuesta de objetivo estaba muy clara y fue sencilla: quería pasar indemne por la cena de Nochebuena de su familia política, es más, quería ser feliz. Ya tenía como obligación la cena de su propia empresa, pero eso estaba dentro de lo laboral y podría con ello, pero en lo familiar, había tenido experiencias espantosas y no estaba dispuesto a amargarse las Navidades con cuñados, con adolescentes y niños y abuelos sordos. Los malos entendidos y los enfados se prolongaban después durante semanas. Había muchos juicios, que ya comentamos en aquel momento, pero me pareció valiente la propuesta y acepté.

Me pareció bien empezar con las bromas que el asunto suscitaba, pero desde las primeras preguntas mi cabeza se iba a que Antonio necesitaba como primera medida ver ese sistema familiar en el que estaba y desde “arriba” analizar todas las conexiones y todos los enlaces emocionales y de otro tipo que había en ese colectivo. Se trataba de pasear por la familia básica.

Hablamos de lo importante que era hacer cosas, incluso grandes cosas, pero que lo más importante era desde dónde las hacíamos.

Jugamos con muñecos colocando a la familia, rectificando las posiciones, con risas cuando elegía uno u otro para ejercer la representación… y ¡Cómo no! Fueron muy reveladoras las posiciones de cuñados y cuñadas, de sobrinos, etc.

Se veía como su equilibrio en el sistema se tambaleaba, porque se sentía injustamente tratado y a veces pensaba en que no pertenecía a ese grupo, (a pesar de que era huérfano, no tenía hermanos y llevaba casado con su mujer más de veinte años). Le salía mucho humo en las palabras respecto a que era el más rico, el más inteligente, el más exitoso…y la poca consideración que le hacían. En su vida, estaba acostumbrado a recibir solo buenas opiniones respecto a su conducta..

«“Necesito un plan de acción” me dijo por teléfono al cabo de unos días. Creo que la única manera de atravesar esto es tomar las riendas»

Comentamos cada personaje y sin saber cómo surgió un juego como de Ebenezer Scrooge , en el Cuento de Navidad de Dickens. Fue capaz de ir viendo a cada uno de esos familiares en “zapatillas”, con sus duelos, sus frustraciones, su verdad, sus neurósis, no la que exhibían en ese día de nochebuena. También pudo mirar hacia dentro y ver su propia falsa humildad, su papel callado instalado en la suficiencia y por qué no en la pretendida superioridad moral. Yo apenas preguntaba, era él el que movía y a veces abrazaba al muñequito con casco de obrero.

“Necesito un plan de acción” me dijo por teléfono al cabo de unos días. “Creo que la única manera de atravesar esto es tomar las riendas. Para iniciar la cena, he escrito un monólogo cargado de buenos chistes – bueno me han ayudado los del departamento de publicidad- porque creo que soy yo el que tiene que romper el hielo. He preparado un regalo barato pero muy significativo de cada uno de los personajes y dándoselo a cada uno les diré que les quiero como son. Mi mujer no me deja ir disfrazado de papa noel, pero creo que después de hacer eso, que sea lo que los dioses de las familias quieran”

Al cabo de tiempo comentamos si había conseguido su objetivo personal. La carcajada que salió de su boca me lo dijo todo. “Lo pasamos como nunca”.

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confianza, UN CUENTO DE NAVIDAD