LUIS LLORENTE

Sería imposible, en condiciones normales, calcular el número de conversaciones que mantenemos durante nuestra vida. Dada esa experiencia, en teoría todos deberíamos ser expertos en ese arte que permite nuestra comunicación básica y que es necesario para nuestra vida cotidiana.
Es una conversación cuando compramos el pan por la mañana y es una conversación cuando damos el último “buenas noches”. Es cierto que tenemos algunas conversaciones más importantes que otras, a veces urgentes, a las que le dedicamos un tiempo de reflexión previo, pero en general es como un piloto automático y vamos y venimos comunicándonos con aquellos que se cruzan en nuestro camino.
Pero no es tan fácil amigos. Para que se produzca una conversación deben darse unos requisitos mínimos que ya de por sí son complejos.
El otro día me encontré esta definición completa de lo que debe ser una conversación y me provocó algunas meditaciones.
Analicemos una conversación simple, ¡compremos el pan!:

“Buenos días, ¿Me da una gallega?”
“…….”
“¿Cuánto es?” –esto por alargar la conversación.
“(un dedo me señala un cartelito que marca cincuenta céntimos)”
¡”Gracias”
“…….”

Fin de la conversación.
Pues bien, para que este milagro se produzca, debe haber un emisor, (yo, que soy el que compra) que le transmito al receptor (mi querida panadera), una información: que es que quiero una gallega. Esto, como si fuera una película de espías, usando un código complejo como es el idioma –con todas las chaladuras que implica- y a través de un canal y un contexto. (claro, es importante lo del contexto porque si pido una gallega en otro sitio que no es mi panadería la puedo liar parda).
Además de todo esto y por si no fuera poco, para que se pueda llamar conversación los protagonistas deben escucharse con interés (sin arrobo, no confundamos) y claro, prestarse atención mutua. También, es necesario para la buena marcha de la conversación, no interrumpir nunca las palabras del que la tiene en ese momento. Llegados a este punto y como español que soy, espectador de tertulias, me rebelo un poquito. Pero sigamos, es muy conveniente mantener una absoluta tolerancia hacia los juicios y opiniones que el otro nos está contando. (Está bien, en este momento el 80% de mis conversaciones se acaban de convertir en discusiones); la conversación perfecta aconseja esbozar de vez en cuando una sonrisa, no cambiar de temas bruscamente y desde luego no ignorar a la persona con la que se está hablando. (Creo que la panadera me ignora. Directamente no me habla, solo señala con el dedo los precios)
Y la guía sigue:
“Asimismo no podemos pasar por alto el hecho de que dentro de cualquier conversación se pueden producir los llamados ruidos, que son todos aquellos elementos que interfieren y molestan la misma. Ejemplos de ello son las distracciones entre los intervinientes, el que a uno le suene el teléfono…” En mi caso eran niños que entraban y salían de la panadería y preguntaban y preguntaban sin decidirse nunca.
Además me dice que debe tener una estructura: primero los saludos, luego las preguntas que son las llaves de la información, también que hay que establecer un tono y a veces consensuarlo con el otro: “mira paco vamos a hablar de fútbol así que no te pongas como una fiera” y si no hace caso bajaremos el tono de la conversación como quien baja el volumen del mando de la tele: dándole la razón. Subiremos el tono quitándosela.
Y de la intención que lleva la conversación y los actos del habla que se producen en ella no vamos a ponernos a hablar aquí porque lo de la panadería no lo merece.
No he seguido leyendo la guía. Estoy muy agobiado pensando en el complejísimo entramado que se monta en mi cerebro – se supone que al mismo tiempo que en el de la panadera-, cuando voy a por el pan cada mañana.
Claro cuando oigo eso de “conversaciones a tres” o incluso “conversaciones a cuatro” tengo vértigos.
Extraordinario esto de la conversación. En coaching ontológico sabemos de su importancia e intentamos sacar partido de todos estos requisitos que he mencionado. Tener conversaciones de calidad nos ayuda a tomar mejores decisiones, nos abre la mente, nos enseña a respetar, nos ayuda a responsabilizarnos de nuestras palabras y de nuestros actos posteriores, nos permite conocer mejor a los demás -lo que nos ayuda a conocernos a nosotros mismos.

LUIS LLORENTE – COACH EJECUTIVO

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