Salgo a la calle. Es una mañana de primavera, aún fría, a media luz, con el sol luchando por imponer su presencia, deseoso de entregar su luz, aún sin el brío de junio. Miro a mi alrededor rodeado de sombras, de fugaces rostros que se desplazan.

Miradas ensimismadas, preocupadas, perdidas en el horizonte o sucumbidas ante las pantallas del móvil.

Veo historias sin final, sin guion, buscadores de distracciones, mendigos de problemas, retos e insatisfacciones. En el metro, de pie entre la masa de peregrinos sin origen, me siento abrumado.

Miro mi rostro reflejado en el cristal de la ventana gracias a la opacidad del exterior y veo una cara tan perdida como el resto de nómadas del vagón.

¿Quiénes somos? ¿Qué nos mueve a salir de casa y cruzar la ciudad a lomos de esta serpiente engañosa cada mañana? No hay respuesta. Tan solo tantas preguntas.

Cuando se nos lanza a este mundo sin dueño, nadie nos da el libro de instrucciones de la existencia. La vida es un extraño juego que se aprende mientras se transita.

A base de golpes y avatares descubrimos como se pierde y cuando, siempre a posteriori y sin garantías de que el patrón vuelva a repetirse.

La vida es de una inmensa creatividad. Derrochadora de defectos y virtudes. Como un infinito bazar de ofertas, seducciones, promesas imposibles, deseos y odios ancestrales. La vida es miedo ante el sufrir.

La vida es amor, es deseo, es lujuria, es alegría, es sonrisa y es ilusorio poder. La vida es miedo. Miedo de perder. Miedo de ganar y después caer. Miedo de ser visto y deseo desesperado de serlo. La vida es anhelo de que alguien la viva por mí y solo me dé los beneficios. De invertir a ganancia segura.

De encontrar atajos y escamoteos del dolor. La vida es desesperanza de que las cosas, algún día, cambien por fin. La vida es. Sin más. Sin nuestro permiso ni consentimiento. Sin nuestra participación.

Estemos o no, la vida es. Siempre es. Es un “ser” de extrema contundencia. Sin concesiones. Radical.

A los humanos esto nos cuesta. Ser. Sin más. Sin necesidad y expectativa. Sin esperar nada. Solo ser. Sostener el presente. Lo que acontece aquí y ahora. Habitarlo. Ocuparlo. Llenarlo. Para nosotros es un desafío enorme. Porque no queremos ser.

Queremos un resultado. Se nos ha educado en ello desde que nacemos y probablemente de alguna forma, desde mucho antes. Las cosas no existen hasta que no se alcanzan. Solo “es” el resultado. Y el resultado deseado. No cualquier resultado.

Solo el considerado exitoso. Solo el logro y en ocasiones con el aliciente de ser el único en lograrlo, por encima de los demás, sin detenernos a contemplar como nuestro éxito es el fracaso de los otros.

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La vida es la impermanencia y los humanos deseamos desesperadamente que las cosas no cambien cuando sentimos que se acercan a lo que anhelamos.

Aunque, como seres inconsistentes, aquello que deseamos, solo creemos que lo deseamos, pero perdemos el interés al alcanzarlo o simplemente volublemente mutamos como si cambiáramos de piel al igual que las serpientes.

Quizá somos más hijos del árbol del bien y del mal que de la simple naturaleza del paraíso.

Nos pasamos la existencia tratando de aprender a vivir, de tener una buena vida a veces, en demasiadas ocasiones, confundida con una larga vida.

Agazapados en una frágil seguridad, acudimos a nuestros trabajos, sostenemos relaciones agresivas o invasivas, pagamos nuestras hipotecas y consumimos objetos materiales en una búsqueda desorientada de equilibrar una balanza que no sabemos donde se originó y que parece más antigua que nosotros mismos.

Puesto que ya estaba aquí cuando llegamos. Una balanza que nos transmitimos de generación en generación como hilo desesperado de búsqueda de felicidad.

Una búsqueda, la de la felicidad, que no tiene brújula, que actúa a la desesperada, tomando decisiones precipitadas en lucha contra el cronómetro de la existencia. Una búsqueda de la felicidad que mira hacia fuera, hacia el firmamento en búsqueda de respuestas.

A la espera de una inmensa figura parental que nos pudiera traer la información del camino correcto, que nos diera la paz del premio garantizado si se cumplen los requisitos.

Una figura que no aparece o que lo hace de la forma en la que no somos capaces de verla o de entender sus mensajes.

Somos demasiado libres para ser felices. Las posibilidades son demasiado grandes y nos sobrepasan. El mundo parece lleno de opciones y creemos que consumirlo es el secreto de ese lugar que imaginamos como felicidad, apoyados en el recuerdo ancestral falso de haberlo habitado alguna vez.

Todos tenemos dentro de nosotros preguntas infinitas sin respuesta. Buscamos saciar esta sed de sentido bebiendo buenos vinos y degustando ricos manjares en compañía de seres que creemos amigos y que a veces lo son y otras veces no lo son tanto.

Viajamos a exóticos lugares creyendo que corremos grandes aventuras o acudimos al mismo rincón de la playa que nos hace sentir seguros año tras año. Buscamos alicientes o la seguridad de lo predecible y siempre fuera de nosotros.

Alejados convenientemente del laberinto interior de nuestro ser, lleno de sombras y oquedades, de misterios y pasados sin resolver. De miedo, de miedo y de más miedo.

Esperamos las respuestas a nuestras viejas preguntas fuera de nosotros, en los objetos, los acontecimientos, en el otro, los otros, la sociedad o el mismo universo.

Como hijos de polvo de estrellas esperamos encontrar el mapa de nuestros orígenes en ellas y con ello también la sensación de saciedad de encontrarnos con nosotros mismos y con el sentido de nuestra existencia.

Respuestas a preguntas calladas, pronunciadas en oscuras noches de crisis o en tertulias disociadas de café. Pero en el fondo, miedo, necesidad de sentido y vulnerabilidad íntima que todos llevamos con nosotros disfrazada de sabiduría o experiencia, pero en el fondo, petición velada de paz y serenidad interior.

Sentimos un vacío interno lleno de preguntas y deseos que, con el tiempo, comprenderemos que no tienen sus respuestas en el mundo que nos rodea. Un vacío interno, como un cuenco hambriento, que destila necesidad de trascendencia.

Que implora algo que no sabe pronunciar y que parece más relacionado con lo que sucede dentro de nosotros que con lo que fuera acontece.

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Cuando tomamos conciencia de esto, empezamos, con temor y timidez a iniciar un viaje hacia nuestro interior que es un viaje hacia el origen mismo de lo que somos. Al principio lo hacemos con las exigencias a las que acostumbramos a relacionarnos con el mundo exterior.

Las expectativas de lo cotidiano. Pronto el yo profundo nos devuelve una contundente lección de humildad. “Deja de pedir. Escucha. Toma. Bebe… asiente, pero no pidas. Elige ser el hijo o la hija, y toma tu lugar asintiendo a la vida tal y como es”.

Estas simples palabras son el aprendizaje de toda una vida. El silencio que habita en nuestro interior, más allá de los pensamientos, recuerdos, emociones, deseos, insatisfacciones y desesperadas peticiones, es un silencio de extrema sabiduría.

Es el vacío que “ES”. No es la nada… es todo. Es un encuentro con lo transcendente más allá de la experiencia vivida a la que llamamos yo. Yo, no soy yo, esta es la respuesta. Yo soy algo más. Probablemente, soy todo en un espacio no dual.

Y ahí no es que aparezcan todas las respuestas, sino que deja de haber preguntas.

Este es un viaje que muchas personas sienten necesidad de afrontar. No se puede imponer, cada humano es soberano de su propia insatisfacción. La conciencia, la sabiduría profunda que pugna por abrirse camino dentro de nosotros, nos empuja, nos incomoda, nos recuerda que algo está ahí, más allá, esperándonos para emerger.

Dar respuesta a estas demandas escondidas en los incómodos despertares de las insatisfacciones de la vida, es patrimonio y responsabilidad de cada uno. Ni bien, ni mal. Nada que decir. Un viaje personal e intransferible.

El Facilitador, coach o terapeuta transpersonal es aquella figura que ha sentido la llamada de este viaje. Y que reconoce en el otro esta misma llamada. No la impone, pero la brinda o la atiende si siente su demanda.

Es un compañero que no juzga esta necesidad, la comprende, la comparte y deja espacio para que aún así el viaje sea individual. Puesto que este es un viaje que cada ser humano hace para encontrarse con su propia experiencia.

Nada se puede decir de como debe hacerse el camino. Los maestros ayudan diciendo lo que no es el camino, no lo que sí es. Lo que “es” es algo profundo, una certeza íntima de cada uno y quien sabe, igual ya escrita en nuestro propio destino.

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JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ

José Manuel Sánchez es Socio Fundador del CEC. Su pasión es el coaching y el desarrollo humano en el ámbito profesional. Actualmente se dedica al desarrollo directivo y al coaching individual y grupal.

Es Coach PCC por la ICF, formado en coaching ejecutivo, coaching de equipos y coaching sistémico. Es terapeuta Gestalt y Transpersonal. Formado en el programa SAT, en Eneagrama y en Coaching Corporal por NewField. Ha realizado el programa PCI en In Copore y es facilitador de Seitai y de trabajo energético en el cuerpo. Es formador de meditación y Mindfulness e Instructor CCT del Compassion Institute.

Codirector y Facilitador del Programa Coaching Transpersonal.