El otro día, durante una cena con una amiga, surgió una conversación que me hizo reflexionar profundamente sobre nuestras raíces y cómo nos relacionamos con ellas. Hablábamos de nuestros padres, de las complejidades que a veces surgen en esas relaciones, y mencioné la idea de honrar a nuestros ancestros.
Mi amiga, con cierta inquietud, me preguntó cómo era posible honrar a quienes, en algunos casos, nos han causado dolor o con quienes mantenemos conflictos no resueltos.
Honrar a nuestros ancestros no implica necesariamente perdonar o justificar sus acciones. No se trata de emitir juicios de valor sobre sus comportamientos o decisiones. Más bien, es un reconocimiento profundo de que, gracias a ellos, nuestra vida es posible.
Es aceptar que cada uno, con sus limitaciones y circunstancias, contribuyó al hilo de la existencia que nos ha traído hasta aquí.
Desde esta perspectiva, honrar no requiere estar en paz con todo lo que vivimos junto a ellos. Ni siquiera es necesario que exista una reconciliación si esa no es una posibilidad real. Honrar es reconocer que, sin ellos, no estaríamos aquí. Es un acto de gratitud por el regalo de la vida, independientemente de cómo fue entregado.
Y este acto, por sencillo que parezca, puede cambiar nuestra forma de vernos a nosotros mismos y nuestro lugar en el mundo. Porque cuando miramos hacia atrás, hacia ese linaje del que formamos parte, algo en nosotros se amplía.
Dejamos de mirarnos solo como el centro de nuestra historia y nos damos cuenta de que somos parte de algo mucho más grande.
Detrás de cada uno de nosotros hay generaciones y generaciones de personas que vivieron sus propias luchas, que cargaron con sus propios dolores, que también amaron y soñaron, que tomaron decisiones que, de una forma u otra, llevaron a nuestra existencia.
Pensar en esto nos ayuda a soltar un poco el protagonismo de lo que nos sucede, a ver nuestra vida desde una perspectiva más amplia.
Así como honramos nuestras raíces, también podemos honrar nuestra propia evolución. No estamos atados a repetir historias, sino que tenemos el poder de transformarlas.
El coaching nos permite tomar conciencia de lo que heredamos y, a partir de ahí, elegir con claridad qué queremos construir. Al reconocernos como parte de un todo, podemos avanzar con más seguridad, soltando cargas que no nos pertenecen y abrazando el camino con mayor propósito.
No se trata de minimizar nuestras experiencias, sino de colocarlas en un contexto más grande. De recordar que nuestras historias personales no son islas separadas, sino parte de un río que fluye desde hace generaciones.
Y en ese río, cada persona, incluso aquellas cuyos nombres no conocemos, dejó algo que nos permitió llegar hasta aquí.