Reflexionar, pensar, dar vueltas, buscar opciones, la mayoría de las veces, hacemos esto sin movernos de nuestra zona de confort, desde el interior de nuestra estructura de pensamiento y de nuestros modelos mentales.
Vinculada esta idea con las teorías de los tres cerebros (visceral, emocional y cefálico), podríamos decir que la reflexión puede alinearse con todos ellos. Por ejemplo, si soy una persona con una fuerte tendencia a la complacencia, reaccionaré impulsiva y visceralmente para evitar una confrontación, sentiré emociones relacionadas con el miedo y construiré pensamientos y argumentos que justifiquen mi respuesta como la más adecuada. Puede que haya muchos indicadores a mi alrededor que apunten a otras opciones, pero yo no los veré, dejaré de lado cualquier información que resulte contradictoria con mi impulso y, por mucho que reflexione acerca de las diferentes opciones, solo me plantearé aquellas alternativas que estén alineadas con mis preferencias personales. De esta manera, la reflexión se convierte, la mayor parte de las veces, en un círculo vicioso del que nos resulta muy difícil salir.
A veces, sin embargo, surge algo diferente, que no tiene tanto que ver con nosotros, que nos saca de nuestra zona de confort y nos confronta con un reto. Es como una inspiración que surge de algún lugar profundo, sabio y certero. Llega con una gran fuerza, genera una convulsión a nivel emocional y se conforma con una gran claridad en nuestra mente. Es como un ¡Eureka!, una luz que de pronto lo ilumina todo y nos da sentido.
Tenemos muchos más momentos de reflexión que de inspiración. Cuando queremos reflexionar, nos ponemos a darle vueltas y vueltas a una idea, a una situación, a un problema… Buscamos argumentos nuevos, opciones, soluciones, sopesamos pros y contras, a menudo nos ratificamos, nos convencemos de que la decisión que hemos tomado es la mejor y terminamos construyendo un relato firme que nos mantiene tranquilos, dentro de nuestra zona de confort. Todos nuestros recursos energéticos, puestos al servicio de hacer más de lo mismo.
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La inspiración, sin embargo, emerge, aflora desde lo más profundo de nuestra esencia, no está tan mediatizada por nuestros modelos mentales y nuestras preferencias naturales, sino más bien influida por nuestras necesidades y prioridades más auténticas.
La inspiración no se puede crear, pero sí podemos favorecer el espacio adecuado para que aparezca. Cada uno tiene su manera: pasear, meditar, cocinar, conducir, salir a pescar, encender una vela, escribir, leer, conversar con otras personas… Cualquier actividad que nos sirva para alejarnos del “asunto” y que nos conecte con nosotros mismos.
La inspiración tiene mucho que ver con el silencio. Cuando podemos callar todas esas voces internas con las que convivimos cada día, es cuando surge una voz mucho más profunda, más auténtica y más sabia, que ilumina el camino en una dirección que nos saca de nuestra zona de confort, nos reta y nos obliga a aprender, para hacer algo nuevo, de manera diferente