Por José Manuel Sánchez
En el universo existe la teoría de que, además de la materia visible existente: planetas, estrellas y otros astros, hay otra materia ocupando el 27% del total, denominada materia oscura, que no se ve y no emite radiación alguna y que permite explicar el comportamiento de las figuras celestes y sus movimientos en el espacio.
Sin esa materia oculta, el comportamiento de los astros no sería coherente con las leyes de la gravitación universal. Existe por tanto algo actuando ahí delante nuestro en el universo, que no podemos ver, pero que explica el funcionamiento real del cosmos.
Algo parecido nos sucede a los seres humanos. Tenemos una imagen y una personalidad que está a la intemperie, un discurso hablado, unos valores defendidos y un comportamiento reconocido, que no se corresponde con nuestros actos, con nuestras emociones y con nuestras reacciones automáticas. Nuestro comportamiento no es coherente. El ser humano no es coherente en sus actos frente a lo que defiende ser. Al igual que en el universo, en nuestro interior, existe una psique que, a modo de materia oscura, está influyendo en nuestro comportamiento sin que seamos conscientes.
Cuando en nuestra más tierna infancia o en momentos traumáticos en la vida adulta sufrimos un dolor o un impacto fuerte, nuestro organismo holísticamente actúa en la defensa de nuestra psique y establece una protección que aísla este fenómeno de nuestra consciencia y lo oculta en el interior de nuestro cuerpo, que lo absorbe y lo amortigua. Nuestra mente no es consciente de lo ocurrido y nuestro cuerpo lo almacena en la memoria celular. El cuerpo no olvida.
Como estrategia alternativa, desarrollamos medidas para contrarrestar lo ocurrido. Medidas que nos permitan seguir en equilibrio y afrontar la vida en condiciones estables de supervivencia. A esto lo denominamos, el estado compensatorio. Un comportamiento y actitud creado para sostenernos sin tocar aquello que nos hizo daño o estado de pérdida.
Así la materia visible del universo o estado compensatorio, nos da un andamiaje con el que poder sobrevivir.
Cuando en nuestra más tierna infancia o en momentos traumáticos en la vida adulta sufrimos un dolor o un impacto fuerte, nuestro organismo holísticamente actúa en la defensa de nuestra psique y establece una protección que aísla este fenómeno de nuestra consciencia y lo oculta en el interior de nuestro cuerpo.
Pero la vida sigue con sus vaivenes imperativos y la única manera de sostenernos en ese estado compensatorio es ir poco a poco aislándonos de la realidad. Así, generamos un lugar capaz de la amortiguación ante lo incómodo o ante el dolor, endurecemos nuestro corazón y nos sostenemos grises, detrás de una vitrina de cristal que nos hace sentir seguros y aislados en un entorno domesticado, predecible y bajo control.
La vida se vuelve un escenario de colores tenues y correctos. Incapaces de tocar la realidad con nuestras propias manos, jugamos a sentir a través de unos guantes perfectos de látex. Protegidos al otro lado de un muro que poco a poco se transforma en una cárcel para nosotros mismos.
Construimos columnas para sostener un techo que nos impida contactar con lo que allí arriba, en el desván, hemos almacenado bajo cerrojos y llaves. Ese estado de pérdida que nos hizo daño y con el que tuvimos que encerrar también parte de nuestra esencia. Cuando comienza a fallar el estado compensatorio, y las columnas se debilitan, entonces es cuando acudimos a pedir ayuda.
Pero ante el coach, el terapeuta, el médico o el profesional que sea, no pedimos que abran el desván y enfrentarnos a nuestro estado de pérdida. Lo que demandamos, normalmente, es que se nos ayude a reconstruir el estado compensatorio para seguir adelante, seguros y a salvo.
La realidad es que, detrás del cristal, con el corazón endurecido, somos profundamente infelices. Corriendo a todas partes, siempre imperfectos, desconocedores de cuales son nuestras auténticas necesidades, sentimos una constante frustración que nos hace actuar y reaccionar inconscientemente, de manera incoherente con nuestro aparente perfecto estado de felicidad doméstica. Estamos a salvo pero nada funciona en realidad como, en lo más profundo, deseamos que sea. Nuestra forma de actuar no se corresponde con la materia visible de nuestra psique sino que está influida por la materia oscura de nuestro interior, por la sombra de todo aquello que estamos tratando de negar que ocurrió o que somos.
Como profesionales de la ayuda, no podemos vivir, en primera persona, ni un solo instante, la vida de nuestro cliente. No podemos dar un paso en su nombre, ni mucho menos entregarle una solución. Es él el que debe ascender los peldaños de su desván y reunir el coraje para abrir la puerta y mirar. Solo él puede hacerlo y sentirlo.
Nuestro papel es amarlo, amar profundamente a nuestro cliente, amar sus defensas y resistencias que son un reflejo de las nuestras, las mismas que las de cualquier ser humano. Amar su dificultad, su miedo y en ocasiones su deliberada ceguera. Identificados con la humanidad compartida lo que le sucede a él es lo mismo que nos acontece a nosotros si intercambiamos los asientos. Nadie está a salvo de sus propios guantes de látex. Todos somos conscientes en cierta medida de nuestra vitrina de cristal, de nuestro corazón entumecido.
Trabajar el camino del crecimiento personal es reblandecerse, es cocinarse a fuego lento y poco a poco derretir el corazón en invierno. Darnos la oportunidad de sentir, de amar profundamente y de ser amados y también de ser dañados por la realidad. Asentir a la vida tal y como es. Volver a la existencia con toda su intensidad y toda su grandeza.
Ante el cliente nos abrimos, abrimos nuestro corazón y dejamos que su miedo, su ira, sus emociones nos inunden. Dejamos que nuestras propias emociones, como consecuencia del proceso, también nos inunden. Aceptando nuestro propio miedo ante lo que nos trae el cliente y reconociendo que también nosotros somos eso.
Al final, el vacío de lo que pueda haber delante, la incertidumbre del no saber se abre ante los dos, el cliente y el coach y ambos permanecen ahí, sosteniendo un espacio de posibilidad, un espacio en el que quizá, el cliente pueda tener la oportunidad de crecer y el coach también, si ambos reúnen el coraje para hacerlo.