En mi trabajo como coach, he visto una y otra vez lo que sucede cuando nos esforzamos demasiado, cuando sentimos que todo depende de controlar cada detalle, cada palabra, cada resultado. Es como si estuviéramos agarrando tan fuerte las riendas que, sin darnos cuenta, estamos ahogando el proceso. El coaching, al igual que la vida, tiene más que ver con aprender a soltar que con empujar.
La realidad incómoda es que intentar demasiado nos mantiene en un lugar seguro, porque creemos que, si lo controlamos todo, evitamos el error, el fracaso, o incluso la vulnerabilidad de no saber. Pero cuando forzamos las cosas, nos desconectamos de lo que realmente importa: la conexión con el otro y con nosotros mismos.
Forzar un proceso de coaching es como intentar que una flor crezca más rápido tirando de sus pétalos. Queremos ver resultados, queremos que el cliente avance, y a menudo, en nuestro entusiasmo o en nuestra impaciencia, nos olvidamos de que el cambio profundo no ocurre bajo presión. De hecho, ocurre cuando hay espacio para respirar.
El verdadero arte del coaching, y de cualquier forma de acompañar a alguien, reside en confiar en el proceso. No se trata de hacer más, de decir más o de intentar más fuerte. Se trata de crear un espacio donde el cliente pueda sentirse seguro, sin juicios, y pueda explorar a su propio ritmo.
Yo lo sé, soltar el control es aterrador. Como coach, quieres hacer lo mejor por tu cliente, y a veces eso se traduce en sentir la necesidad de dirigir, guiar o incluso dar respuestas. Pero aquí es donde radica la magia: cuando dejamos de intentar controlar, abrimos la puerta para que el cliente descubra sus propias respuestas. Y esas respuestas son siempre más poderosas y transformadoras que cualquier consejo que podamos ofrecer.
Es un acto de vulnerabilidad, tanto para el coach como para el cliente. Para el coach, implica confiar en que lo que ocurra en la sesión, sea silencio, confusión o incluso retroceso, forma parte de un proceso más grande. Para el cliente, significa tener la valentía de explorar sin la seguridad de saber exactamente a dónde le llevará esa exploración.
El coaching, en su esencia, es una danza. No es un sprint en el que tienes que llegar a la meta lo antes posible. Es un espacio donde, si permitimos que fluya, el cliente encontrará su propio ritmo. Nuestra labor no es presionar, sino acompañar. Como coaches, somos testigos y compañeros en ese viaje, no los que llevamos las riendas.
Cuando estamos presentes, cuando dejamos de intentar tanto, ocurre algo extraordinario. Las respuestas empiezan a surgir de lugares inesperados, las conexiones se profundizan y los clientes encuentran su camino de formas que nunca podríamos haber anticipado.
Así que, aquí está el desafío: confía en ti mismo como coach, pero más aún, confía en tu cliente. Soltar el control no es rendirse, es tener el coraje de estar presente sin necesidad de empujar. Y a menudo, lo que descubrimos en ese espacio de confianza y vulnerabilidad es que el cliente tiene dentro de sí todo lo que necesita para crecer.
Al final, el coaching no se trata de forzar el cambio, sino de permitir que el cambio ocurra. Dejar de intentarlo demasiado no es abandonar, es abrazar el proceso, confiando en que, cuando hay espacio, las cosas se desarrollan tal y como deben..

SILVIA LÓPEZ-JORRÍN
Coach PCC (ICF), formadora y responsable del área académica en el CEC.
Está especializada en Coaching Sistémico, Coaching Corporal y Eneagrama. A lo largo de su trayectoria se ha centrado en el trabajo con la autoestima y la confianza corporal, integrando herramientas que facilitan procesos de transformación profundos y sostenibles.
Licenciada en Empresariales Internacionales (ICADE), combina su experiencia académica con una amplia formación en desarrollo personal.
Certificada en Alimentación Intuitiva, acompaña a las personas a reconciliarse con sus cuerpos y con la comida, ayudándolas a dejar atrás la cultura de dietas y a construir una relación más sana y libre con ellas mismas.
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