A veces los cambios que más nos remueven no son los que no queremos, sino los que deseábamos con todas nuestras fuerzas.
Hace poco acompañé a una clienta que había conseguido justo eso: un ascenso que llevaba tiempo esperando, un reconocimiento merecido. Estaba ilusionada, pero en sus palabras había algo de desorientación. Me dijo:
“Me cuesta reconocerme, no entiendo por qué me siento así si esto era justo lo que quería.”
Y ahí estaba esa paradoja tan humana: podemos desear un cambio y, aun así, sentirnos removidos. Podemos alegrarnos por lo nuevo y, al mismo tiempo, echar de menos lo que dejamos atrás.
En las primeras sesiones se movía en modo automático. Me hablaba rápido, como si necesitara convencerse de que todo estaba bien. Cumplía con todo, pero su energía estaba dispersa. Había algo en su mirada que buscaba certezas, como si necesitara agarrarse a algo familiar mientras todo a su alrededor cambiaba.
Con el paso de las semanas, apareció la resistencia. No de forma evidente, sino como esa incomodidad sutil que se instala cuando lo nuevo deja de ser emocionante y empieza a ser real. Me contaba que se sentía más irritable, que le costaba disfrutar, que a veces dudaba de sí misma. “Debería estar feliz, pero no lo estoy”, me dijo una vez con los ojos llenos de cansancio.
Mientras la escuchaba, pensé en cuántas veces he estado yo también ahí: en medio de un cambio que yo misma había elegido, queriendo avanzar, pero necesitando un poco más de tiempo para soltar lo anterior.
Como coach, aprendí que no hay que empujar el proceso, sino sostenerlo. Que acompañar no es explicar, sino estar. Escuchar, sin juicio, hasta que el propio ritmo de la persona empiece a marcar el paso.
Recuerdo una sesión en particular. Llegó en silencio, con una mezcla de tristeza y alivio. Me dijo:
“Siento que he perdido algo, y no sé bien qué es.”
Nos quedamos ahí un rato, sin intentar arreglarlo. Hablamos de lo que dejaba atrás, de los vínculos que cambiaban, de lo que ya no sería igual. Y en esa pausa, la tristeza encontró espacio.
A veces es justo esa emoción —la tristeza— la que más evitamos, pero también la que más nos conecta con lo que de verdad nos importa. Cuando le dimos lugar, empezó a cambiar algo dentro de ella. Se permitió estar cansada, confundida, vulnerable. Y eso abrió la puerta a algo nuevo: la curiosidad.
Semanas después, me contó que había probado a hacer una reunión a su manera. No para demostrar nada, sino para sentirse ella misma.
“He hecho las cosas diferente, y no ha salido perfecto, pero me he sentido tranquila”, me dijo sonriendo.
Ese fue el momento en el que lo nuevo empezó a sentirse propio.
Acompañarla me recordó algo que el coaching me enseña una y otra vez: conocer las fases del cambio no debe servirnos para tratar de evitarlas, sino para poder sostenerlas con presencia.
No se trata de acelerar al otro ni de buscar resultados inmediatos, sino de confiar en el proceso, en que cada emoción tiene su función. El miedo que nos avisa, la tristeza que nos conecta, la exploración que nos devuelve la confianza.
Porque el cambio no siempre se siente bonito, pero casi siempre nos invita a crecer.
Y tener las herramientas del coaching me ayuda a no perderme dentro de él, a mirar con más compasión tanto los procesos de mis clientes como los míos. Saber que todo lo que sentimos forma parte del camino, y que la transformación no ocurre cuando todo se calma, sino cuando aprendemos a respirar dentro del movimiento.
Hoy creo que el coaching no se trata de enseñar a no tener miedo, sino de acompañar a reconocerlo, abrazarlo y seguir caminando con él. De confiar en que, cuando dejamos de luchar contra el cambio, aparece una calma diferente: la de sentirnos capaces, humanos, en tránsito.
Y tal vez eso sea lo más hermoso de todo: que cambiar no es perderse, sino encontrarse en un lugar nuevo.
Un poco más sabios, más conscientes, y, sobre todo, más vivos.

ANA GÓMEZ
Coach ejecutiva y de equipos, certificada PCC por ICF.
Formada en: Coaching Sistémico, Eneagrama, Gestión Emocional, Formador de formadores y Coaching de Equipos.
Especializada en el acompañamiento a empresas familiares, donde ayudo a integrar la dimensión relacional y emocional del sistema familiar con los retos estratégicos y organizativos del negocio, facilitando procesos de desarrollo y toma de decisiones más conscientes
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