Una de las mayores dificultades que tenemos los coaches y todas las profesiones al servicio del crecimiento de las personas es el precio a pagar por dicho crecimiento.

Los seres humanos estamos muy acostumbrados a añadir cosas, a incorporar nuevos haceres, pero no estamos preparados para el precio correspondiente, o lo que es lo mismo, los no haceres que debemos incluir en nuestra vida, para dar espacio a esos nuevos hábitos o haceres que si queremos añadir.

Cada nuevo hábito debe sustituir a otro. El tiempo no es infinito y cada instante es una elección. Si hago algo es porque dejo de hacer otra cosa, aunque sea nada. Porque nada es en sí ya una acción, que es la inacción en sí misma.

Así, si deseo salir a correr e incorporar el deporte a mi día a día, debo renunciar a algo. A horas de sofá, a leer, a ver el móvil o la TV, a pasar más tiempo con mis hijos o mi pareja, a salir con amigos, a ir al teatro, exposiciones o a adelantar temas que me tienen estresado en el trabajo.

Sea como fuere, las nuevas acciones entran en un calendario que no tiene huecos, los huecos no existen y menos aún en nuestra vida occidental y por tanto, debemos soltar algo.

Estamos más preparados para incorporar que para soltar. Muchos clientes me preguntan, que debo hacer. Quieren llevarse un plan de acción. Pocas veces comprenden que el auténtico plan es el de inacción. La pereza en sí misma no es más que la inercia de los hábitos precedentes a esos nuevos cambios que queremos incorporar.

Los comportamientos, las creencias, las emociones adictivas que estamos acostumbrados a habitar son, en el fondo, nuestro mecanismo de defensa ante el potencial sufrimiento con el que el mundo y la existencia nos abruma.

Creemos que nos mantiene a salvo en una especie de seguridad domesticada que es aceptable para nosotros frente al potencial sufrimiento agigantado por nuestra mente. Los monstruos que nos acechan en la noche se hacen inmensos en nuestra imaginación y la pobre seguridad de nuestras defensas es considerada, por nuestro sistema automático de supervivencia, como la mejor elección.

Dicho de manera sencilla, toda creencia limitante, toda emoción incómoda que sufrimos una y otra vez, todo pensamiento rumiativo, tiene un beneficio para nosotros. Un beneficio oculto que nos impide avanzar. Si no damos de manera consciente con ese beneficio no podremos afrontar el auténtico camino de la transformación que es, la renuncia a esos beneficios.

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Es cierto que si le preguntamos al cliente cuál es el beneficio que obtiene con esa creencia o limitación, la respuesta va a ser, en el mayor número de ocasiones, ninguno. Es normal. A ninguna persona le es fácil reconocer que está obteniendo un beneficio de un comportamiento que quiere cambiar porque siente que le hace daño, le limita, ya no le sirve, o le perjudica.

Nadie quiere sentirse estúpido, obteniendo un beneficio de algo que lo perjudica. Pero en realidad esta es la razón por la que hacemos todo lo que nos perjudica, todo. No hay nada que hagamos que nos resulta perjudicial que no ejecutemos porque nos trae un beneficio.

Los humanos no hacemos nada sin un beneficio. A veces es cierto que no nos resulta fácil de localizar. Por eso lo denominamos beneficio oculto, sin embargo, incluso con esa denominación la mente humana rechaza la posibilidad de ser tan necios que obtengamos beneficio del perjuicio.

Qué beneficio puedo obtener de morirme de vergüenza por hablar en público o por bailar, o por etc, etc… no nos resulta posible verlo.

Por este motivo, hace muchos años que ya no indago en los beneficios de manera directa. Me resulta mucho mejor buscar la intención positiva de la actuación de manera indirecta. De qué nos está protegiendo esa creencia, esa actitud, ese diálogo interno. De qué nos mantiene a salvo.

Cuando preguntamos de esta forma, la mente y el corazón del cliente se abren y existe la posibilidad de ver más allá de lo obvio, y con suerte, comprender.

Siempre hay un beneficio para nosotros en no cambiar. La idea de que hay un lugar seguro en el no cambio. Cuando surge la oportunidad de evolucionar, lo hace sostenida o apoyad en una primera incomodidad.

El perjuicio de ese lugar seguro empieza a ser más evidente. La armadura de defensa es rígida y pesada. Da mucho calor e impide muchos movimientos. Ese descubrimiento no hace desaparecer, aunque creamos que sí, el beneficio. Las supuestas flechas del enemigo siguen sin atravesar la armadura, o eso creemos. O nos decimos que sin la armadura, seguro, sería mucho peor.

La incomodidad del precio a pagar y los beneficios que nos mantiene a salvo del gran peligro empiezan a equilibrarse. El deseo es soltar la defensa, superar la limitación, pero el precio a pagar es abrirse a la incertidumbre llena de peligro. Alejarse de la costa y entrar en el mar abierto.

A veces tan solo la simple ausencia de conocimiento de lo que vendrá, es suficiente como para llenar todo el espacio de proyecciones de todos nuestros fantasmas.

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El miedo nos paraliza. El miedo a sufrir. Y nos quedamos atrapados en los beneficios que nuestros antiguos comportamientos nos han traído. Si sigo siendo el chistoso y toco la guitarra seguiré siendo el centro de la fiesta.

No me cuestiono para qué quiero ser el centro de la fiesta y qué necesidad profunda mía estoy cubriendo o intentando cubrir con esa acción. No me cuestiono de qué me mantiene a salvo en ser el centro de la fiesta.

Si me atreviera a mirar esto, me podría dar cuenta de que hay una necesidad de ser visto, de sentirme valorado, querido, elegido que quizá debe ser atendida, pero no buscando esa mirada fuera, sino mirándome yo mismo a mí mismo con amor y compasión.

Si dejo de sentirme carente, dejaré de buscar algo que me complemente y desde ahí podré relacionarme desde la libertad de elegir lo que realmente siento en cada momento.

Parece sencillo, pero no lo es. Para nosotros no resulta fácil. Somos como niños pequeños que queremos superar los límites sin perder ninguno de los beneficios anteriores.

Queremos el diseño de una nueva armadura que nos siga protegiendo, incluso más que antes, pero que sea tan fina y flexible que no sientas que la llevas. Lo queremos todo. Eso es el no crecer. No entender cómo funciona el universo e incluso nosotros mismos.

Soltar la armadura es crecer. Asumir el riesgo de estar expuesto es crecer y confiar en nuestros propios recursos para superar las heridas que las flechas puedan causarnos es crecer.

La estrategia de desarrollo es muy diferente de lo que nos imaginamos, no consiste en defendernos, muy al contrario, consiste en confiar y en nutrirnos a nosotros mismos. Las verdaderas flechas que nos hieren no provienen de fuera de la armadura, ya están dentro. Forman parte de nosotros.

No es del otro de quién me tengo que defender, sino de mi mismo. Cuando tomo conciencia de esto, es cuando realmente comienza el viaje y quitarme la armadura es la única forma de recorrer el camino.

coaching transformacional, Coaching transformacional: atrapados en los beneficios

JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ

José Manuel Sánchez es Socio Fundador del CEC. Su pasión es el coaching y el desarrollo humano en el ámbito profesional. Actualmente se dedica al desarrollo directivo y al coaching individual y grupal.

Es Coach PCC por la ICF, formado en coaching ejecutivo, coaching de equipos y coaching sistémico. Es terapeuta Gestalt y Transpersonal. Formado en el programa SAT, en Eneagrama y en Coaching Corporal por NewField. Ha realizado el programa PCI en In Copore y es facilitador de Seitai y de trabajo energético en el cuerpo. Es formador de meditación y Mindfulness e Instructor CCT del Compassion Institute.

Director del Programa de Coaching en CEC.