Por José Manuel Sánchez

Como coaches hemos oído muchas veces a nuestros clientes darnos las gracias y decirnos incluso expresiones como, “gracias a ti mi mundo ha cambiado” o “has cambiado mi vida”. Expresiones que nos llenan el alma de emoción y que también alimentan nuestro ego. Ego que amenaza con continuar ejerciendo el Coaching desde un lugar de protagonismo en la creencia de que efectivamente hacemos algo por nuestros clientes e influimos en su destino.

Nada más lejos de la realidad. Ya que el coach no es más que un generador de espacios de posibilidad donde el cliente tiene la oportunidad de reunir el coraje para crecer y encontrar sus respuestas y su propio camino.

En realidad en lo más profundo como coaches solo nos dedicamos a amar y creer profundamente en nuestros clientes y desde ahí esperar, acompañar y asistir al milagro que hay siempre en el corazón de cada ser humano y ver cómo ese corazón al expresarse, al abrirse, con dolor y con coraje, sana.

¿Cuál es entonces nuestro protagonismo? Casi nulo. Somos el último en llegar y el primero en marcharse. Somos ese peldaño tercero del cuarto tramo de escaleras entre el tercer y el cuarto piso de la escalera interior derecha del edificio de la vida de nuestro cliente.

En un encuentro de Coaching nuestros clientes son nuestros maestros y de ellos y del lugar desde donde ejercemos nuestra labor es donde nosotros nos nutrimos el corazón y el alma.

En un determinado momento el cliente para por ese tramo en su recorrido vital y apoya su pie en nosotros, siente el sostén y reúne la confianza para poner su peso sobre el peldaño y lanzar su pierna al vacío en busca del siguiente escalón. Ese es todo nuestro papel, ahí acaba toda nuestra intervención y todo nuestro protagonismo. El cliente decidió subir y lo hizo por sí mismo, en la dirección que él decidió, siguiendo su camino en busca de su destino, dejando atrás nuestro escalón como si fuera una parte anónima del paisaje.

No es en sus palabras de agradecimiento donde debemos encontrar nuestro alimento, aunque sin duda sea grato escucharlas si sabemos ponerlas en contexto, es en nuestro propio corazón donde debemos buscar la nutrición y en el sanador efecto que produce en nosotros abrirlo y abrirnos al vacío una vez más y a la oportunidad de asistir al milagro. Es en el efecto que produce en nosotros amar a ese desconocido o desconocida que sufre, lo que para nosotros es sanador y motor de nuestro propio crecimiento. En un encuentro de Coaching nuestros clientes son nuestros maestros y de ellos y del lugar desde donde ejercemos nuestra labor es donde nosotros nos nutrimos el corazón y el alma. Y para ello debemos estar abiertos a la humildad sin ego, a aceptar nuestra condición y el lugar fugaz que hemos ocupado en su trayectoria de vida. Solo desde la humildad podremos sostenernos en el vacío del “no hacer” y permanecer en la presencia del “ser” que nuestra profesión requiere. La humildad del coach como la llave que abre la puerta a la grandeza de nuestros clientes y al desarrollo de todo su potencial.

Si nosotros como coaches reunimos el coraje para hacernos pequeños, nuestro cliente sentirá la oportunidad de hacerse grande y ocupar su espacio desde la responsabilidad. Ese es el extraordinario espectáculo al que nuestra profesión nos permite asistir en cada sesión. Abandonemos la mirada egoica y demos gracias por este regalo.