Por José Manuel Sánchez

Los seres humanos somos seres relacionales, nos nutrimos a nosotros mismos a través del otro. El encuentro con los demás constituye nuestra manera de aprender, de crecer y de construirnos como ser completo.

Las palabras calladas, no pronunciadas, aquéllas que mueren en nuestros labios antes de emitir cualquier sonido, son el origen de la pérdida de esta nutrición. Nos alejan del otro poco a poco y van creando vacíos de silencio que, sin ser conscientes, para poder digerir, van endureciendo capas de nuestro corazón. Estas durezas impiden a nuestro órgano más vital sentir con plena intensidad, y esta amortiguación reduce la capacidad de nutrirnos y de crecer en el encuentro. Somos seres nacidos en el miedo a la amenaza de no sobrevivir. El imperativo biológico nos hace estar alerta ante el peligro y extendemos esta atención y alarma ante la incertidumbre y la incomodidad. Para superar esta presión nos cerramos, endurecemos nuestra frontera y, a modo de coraza, creemos que la ausencia de un dolor evidente, supone ausencia de consecuencias o de impacto. Pero esto no es así. La coraza nos separa del exterior para lo juzgado como dañino y también para aquello que sentimos que necesitamos; la cercanía, el contacto sincero y honesto, el amor. Somos seres también nacidos del amor y solo en esa corriente de limpia entrega podemos nutrirnos de verdad. Pero para ello debemos arriesgarnos a salir al exterior a evidenciar nuestras necesidades. Manifestar lo que nos ha dolido o pedir aquello que necesitamos. O reconocer lo que no sabemos o lo que no deseamos. Expresar lo que nos pasa al otro es una forma también de acostumbrarnos a escucharnos a nosotros mismos. Si no me expreso, al cerrarme, puedo llegar incluso a anular la consciencia de que necesito algo para evitar pasar por la incomodidad de descubrir que no me atrevo a solicitarlo.

confianza, Palabras calladas

Las palabras calladas son pequeñas renuncias a nuestras necesidades, sutiles pérdidas de honestidad y autenticidad con el otro y conmigo mismo. Y suponen crear espacios ocultos en la relación que la alejan del lugar de sinceridad imprescindible para sentirse acompañado, entendido, visto, amado y nutrido. El silencio con el que sustituimos la manifestación sincera de lo que somos nos hace creer que el efecto se disipará. Lo no hablado no existe. Esto no es real. El silencio ocupa un espacio y lo no pronunciado es sustituido por algo distante que influye en la relación. Además, las conversaciones que no mantenemos con el otro seguimos manteniéndolas con nosotros mismos, el dolor está ahí y hace mella en nuestro corazón que se endurece con palabras duras no pronunciadas pero si pensadas. Con sufrimiento ante lo que hemos interpretado como rechazo o agresión sin manifestarlo. Son conversaciones que se van volviendo tóxicas en nuestra cabeza en un plano más o menos consciente y que impactan en la relación deteriorándola, a veces de manera evidente, en otras ocasiones de forma más sutil, pero siempre alejando a nuestro ser real del otro y cerrándonos a la posibilidad de crecer.

Cuanto más importante es el otro para nosotros, más sensibles somos a estos impactos y si no somos capaces de hablar, más dolor sentimos. A veces, lo sutil es muy doloroso y viene de la persona amada. A veces, es con la persona más importante de tu vida con la que no sabes expresar lo que eres y lo que sientes. Bien por no hacer daño, bien por no sentirnos con derecho a pedir. Bien por protegernos o proteger. Por la razón que sea, tomamos un camino torcido para sobrevivir en lugar de recorrer la senda de la vida plena, mucho más arriesgada, pero también mucho más rica y creadora.

Sobrevivir es afrontar la existencia desde la ausencia. Ausencia de riesgo, búsqueda de seguridad y protección. Garantía de subsistencia. Vivir es algo más complejo, supone reunir el coraje para sentir el dolor de la vida y el amor y la grandeza de existir. Supone arriesgar y empezar a aceptar que estar cómodo y estar bien no es lo mismo. Al igual que tampoco lo es no sentir dolor y ser feliz.

Expresar lo que nos pasa al otro es una forma también de acostumbrarnos a escucharnos a nosotros mismos. Si no me expreso, al cerrarme, puedo llegar incluso a anular la consciencia de que necesito algo para evitar pasar por la incomodidad de descubrir que no me atrevo a solicitarlo.