Todos hemos vivido en algún momento la experiencia de sentirnos mal por algo que hemos hecho o dicho en la relación con otras personas. Nos sentimos culpables. Tenemos remordimientos, nos damos cuenta de que hemos cometido un error que ha molestado o herido a otra persona. Tal vez por algo que hicimos o algo que dijimos, tal vez porque perdimos los nervios y fuimos crueles o hirientes o agresivos en la manera de expresarnos.

Cuando sentimos culpa, necesitamos dis-culparnos, liberarnos de ella, quitárnosla de encima. Y para eso, tenemos dos estrategias.

A veces intentamos disculparnos ante nosotros mismos, justificando lo que hemos dicho o hecho. Es que no podía más, me hizo perder los nervios, se lo ha ganado a pulso, me ha provocado, me ha pillado cansado, no me he dado cuenta… Todos tenemos una enorme capacidad para contarnos historias con las que conseguimos justificarnos y poner la responsabilidad fuera para recuperar un poco de calma, sin tener que hacer nada al respecto.

De manera que esto de disculparnos ante nosotros mismos tiene sus ventajas. No tenemos que hacernos cargo de nada, ni abordar una conversación desagradable, ni comprometernos con cambiar algo en la relación… Pero también tiene sus inconvenientes. Uno de ellos es que destinamos una enorme cantidad de energía en el proceso de construir y mantener este relato. Le damos vueltas en la cabeza durante horas, a veces durante días, necesitamos hacerlo consistente y creíble. A veces lo compartimos con terceras personas buscando apoyos, aunque en el fondo sabemos que hay algo que no se sostiene.

Disculparnos ante el otro es más difícil. Nos expone, nos hace sentir vulnerables. Implica aceptar de manera expresa y pública que nos damos cuenta de que hemos tenido una conducta que ha dañado al otro de una u otra manera. La disculpa es una conversación difícil y, al mismo tiempo, es el camino más rápido para la reparación. Una reparación que es doble, con nosotros mismos y con el otro. Al disculparnos experimentamos internamente que algo se afloja y nos sentimos más ligeros y más libres, recuperamos la calma. Y externamente generamos un espacio de reparación que va a ayudar a restablecer la relación, incluso a fortalecerla. Porque las relaciones crecen y se fortalecen cuando somos capaces de abordar los conflictos con conversaciones como esta.

Tenemos muchas creencias limitantes que nos frenan a la hora de disculparnos:

  • Si me disculpo, pierdo autoridad (frecuente en los padres y líderes)
  • Si me disculpo, es como asumir que yo tengo toda la culpa (a veces la culpa es compartida)
  • Si me disculpo, igual no acepta mis disculpas y las cosas se ponen peor
  • Si me disculpo tendré que comprometerme con cambiar algo en mí.

A veces pensamos que como padres (o como managers) no podemos mostrar nuestros defectos, nuestros fallos, ante nuestros hijos. Sin embargo lo estamos haciendo todo el tiempo. Esta es una gran contradicción, nos parece que lo que no se habla no existe, pero nuestros hijos (o nuestros colaboradores) nos conocen, saben perfectamente quiénes somos, cómo actuamos, qué reacciones tenemos… no hay manera de esconderse, por mucho que lo intentemos.

Supongamos que tenemos una discusión con nuestro hijo adolescente en la que perdemos los nervios, gritamos y decimos cosas hirientes. Nos damos cuenta de que hemos cometido un error, pero lo escondemos, no nos disculpamos. El mensaje que transmitimos a nuestros hijos y el aprendizaje que van a extraer es doble: Puedes perder los nervios, puedes gritar y decir cosas desagradables y después no tienes que hacer nada al respecto.

La otra posibilidad sería: lo siento, te he gritado, he perdido los nervios, he dicho cosas que no sentía y eso no está bien.. Lo lamento mucho.

Disculparnos es hacernos cargo del daño que hemos provocado. Hemos dicho o hecho algo que ha molestado o herido a otra persona. Por tanto, es una conversación que tiene una carga emocional. No se puede hacer desde un lugar frío o desapegado, porque entonces pierde todo el sentido y puede generar, además, un efecto contraproducente. Si la otra persona percibe el mensaje vacío de emoción, puede sentirse doblemente ofendido: lo dices por decir, creo que no lo sientes de verdad…

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A veces necesitamos añadir algún tipo de reparación a nuestras disculpas. Una manera de compensar. Es como si no fuera suficiente con la conversación de disculpa y hubiera que añadir un extra para restablecer el equilibrio en la relación. Esto es algo que se puede proponer lo siento mucho y me gustaría compensarte con X… ¿Te parece bien? o también se puede preguntar: Lo siento mucho, ¿Cómo puedo compensarte? La compensación puede ser simbólica o más relacionada con el asunto, pero tiene que ser suficiente y adecuada para que ambas partes puedan sentirse de nuevo en equilibrio.

Cuando nos disculpamos, nos hacemos cargo de nuestra parte de responsabilidad, independientemente del otro. Nosotros hacemos nuestro trabajo y recorremos la parte del camino que nos corresponde. Con mucha frecuencia, al abrir una conversación de disculpa, el otro puede entonces dar un paso y reconocer su parte. Esto es un gran beneficio para la relación. No siempre se produce, pero no lo podemos forzar. A veces cuando nos disculpamos, añadimos un “PERO”: quiero disculparme por haberte gritado, pero creo que tú también tienes parte de culpa porque… Este tipo de disculpas nunca acaban bien, porque encierran una acusación y cuando nos sentimos acusados, ya no podemos escuchar otra cosa y ponemos todo el foco en la mejor manera de defendernos o de justificarnos. Por tanto,

DISCULPA + PERO = ACUSACIÓN

Disculparse implica también un compromiso con el cambio y esta es tal vez la parte más difícil del asunto. Puede que la otra parte acepte nuestras disculpas una, dos o tres veces, pero va a llegar un momento en el que nos va a pedir que hagamos algo al respecto y esto implica una declaración nueva, un compromiso para corregir algo en el futuro. Aquí aparecen a menudo ideas como: es que yo soy así y no puedo cambiar, tengo este carácter, tengo mucho genio, no sé cómo hacerlo… En coaching, sin embargo, sabemos que el cambio es posible y que podemos aprender nuevos hábitos. Claro que no deberíamos afrontar un cambio porque alguien nos lo esté pidiendo, tiene que ser un cambio que queramos afrontar profundamente, desde nosotros mismos.

A veces es al contrario, somos nosotros los que nos sentimos heridos o molestos por algo que ha hecho otra persona. En estos casos es muy frecuente que nos quedemos a la espera de que la otra persona venga a disculparse, incapaces de iniciar nosotros una conversación. Decimos “la pelota está en su tejado, es él el que tiene que venir a disculparse”. Y esta es también una creencia también bastante limitante. ¿Qué nos impide iniciar la conversación? “Estoy molesto por lo que dijiste, me ha dolido, que pienses que… quiero pedirte que te disculpes.” Claro que la otra persona puede decirnos que no cree que tenga que disculparse por nada y eso sería aún más doloroso, pero esto no es lo habitual. Si tenemos una relación significativa, que nos importa y que queremos cuidar y mantener, también es nuestra responsabilidad comprometernos con ser sinceros y transparentes, con expresar lo que nos pasa, cómo nos sentimos, hablar de nuestras necesidades.

¿Y qué pasa si alguien nos pide que nos disculpemos por algo que no creemos haber hecho mal? A veces nos sentimos forzados, incluso manipulados y no creemos que tengamos que pedir disculpas. Esta es una línea muy fina que puede provocarnos confusión. ¿Tengo que ser o actuar como dice mi madre, mi pareja, mi amiga… o tengo que mantener mi propio criterio? ¿Debo cambiar esta característica mía para adaptarme? ¿A qué estoy dispuesto a renunciar para mantener esta relación? Una relación deja de ser sana cuando sentimos que tenemos que cambiar o modificar aspectos de nosotros mismos que forman parte de nuestra esencia. Muchas personas viven atrapadas en este tipo de relaciones, renunciando a aspectos importantes de sí mismos. A veces necesitamos fuerza y coraje para poner límites o incluso para romper una relación que nos hace daño.

En ocasiones nos sentimos culpables por acciones que nacen de un lugar genuino que está profundamente conectado con nuestra naturaleza, nuestras necesidades o nuestro propósito en la vida, pero que producen año a otras personas. Por ejemplo, la hija que quiere irse de casa y se siente culpable porque deja sola a su madre. ¿Debe modificar esta conducta y renunciar a sus deseos o seguir adelante con su impulso? Algunas personas creen que si se sienten culpables es porque están haciendo algo mal o incorrecto y esto no siempre es así. A veces tenemos que hacernos cargo de que nuestros actos pueden dañar o herir a otras personas y aún así decidir seguir adelante. Pero igualmente podemos disculparnos y hacernos cargo del dolor que estamos provocando: lamento tu tristeza y tu dolor porque me marcho, pero esto es importante para mí, creo que es mi camino y te pido que me apoyes, a pesar de todo.

De manera que el sentimiento de culpa no siempre es un indicativo de que estamos haciendo algo mal. Hay también una “culpa sana” que sentimos en el proceso de crecer y madurar y seguir nuestro camino. En cualquier caso y sea cual sea la situación, siempre podemos utilizar la conversación de la disculpa, una conversación difícil pero muy potente y casi imprescindible para cuidar cualquier relación.

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