Desde luego es muy difícil acompañar a una persona que sufre, que está atravesando el dolor, sean cuales sean las circunstancias. Hacemos lo que podemos y casi siempre desde el amor. Pero acompañar en el dolor no siempre significa dar ánimos para quitar la pena. Hay personas a las que les sale desdramatizar la emoción, quitarle importancia y no están tranquilas –y a menudo no paran de hablar- hasta que observan un mínimo cambio. La cuestión es cómo recibe la otra persona ese comportamiento. Cuando sufrimos, nuestra emoción es muy poderosa y legítima. Las personas necesitamos estar tristes tanto como estar alegres, pero socialmente la pena o el sufrimiento no están tan bien considerados. Por eso, “los acompañantes” queremos ayudar a que desaparezca ese sentimiento lo antes posible.
Con el silencio a veces se toca el alma con mayor precisión. Dejamos además espacio para que la otra persona evolucione en su emoción y manifestamos nuestra intención de estar ahí para lo que pueda requerirnos. No invadimos sus sentimientos y respetamos su ritmo.
El silencio es incómodo para el ser social del siglo XXI, pero tratemos de hacer un esfuerzo por convertirlo en un aspecto más de nuestra conducta.
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